La resurrección de Cristo

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Nada del fenómeno cristiano sería válido sin la Resurrección del Señor. Todo se apoya en ella: sin ella, nos dice el Apóstol Pablo, sería vana nuestra fe.

Nos hallamos en plena semana pascual, cuando todavía son frescos y rotundos los Alleluias que la Iglesia entona al Señor Resucitado. El misterio pascual – la muerte y resurrección de Cristo – constituye la más alta ocasión que vieron y verán los siglos. De allí arranca todo: una mentalidad y una vida, una civilización y una fe, una forma de pensar, de querer, de sentir y de vivir.

Nada del fenómeno cristiano sería válido sin la Resurrección del Señor. Todo se apoya en ella: sin ella, nos dice el Apóstol Pablo, sería vana nuestra fe, pues Cristo no habría pasado de ser un charlatán y un embaucador. Es la tumba vacía la que aguanta toda la bóveda inmutable de nuestra Iglesia.

Por eso la resurrección de Jesús es el centro de toda la predicación apostólica. Todas las páginas de los “Hechos de los Apóstoles” –con los primeros pasos de la Iglesia naciente– están iluminadas por el amanecer de la Pascua.

Ahí está la primera lectura que acabamos de proclamar. Mientras Pedro y Juan hablaban al pueblo, allí se presentaron los magnates de Israel –los sacerdotes, los saduceos, el comisario del templo– indignados de que los apóstoles predicaran la resurrección del Señor, pues veían que, si el pueblo creía en este hecho, toda la Sinagoga se derrumbaba en sus cimientos. Y la indignación subió a tal punto, que, sin pensarlo más, les echaron mano, y como ya había caído la tarde, les pusieron bajo custodia hasta el día siguiente. Y al día siguiente, con la plana mayor, la flor y nata de sus jefes, los senadores, los intelectuales, el sumo sacerdote al frente, hicieron comparecer a Pedro y a Juan, para hacerles un interrogatorio oficial. Ellos acababan de curar al paralítico que estaba mendigando junto a la Puerta Hermosa del Templo, y al que, Pedro había dicho: Ya ves; plata ni oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Nazareno echa a andar.

Ahora, el Sanedrín les preguntaba: ¿Con qué poder o en nombre de quien habéis hecho eso?

– Quede bien claro, les dice Pedro, a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis, y a quien Dios resucitó de entre los muertos. Por su nombre se presenta este hombre sano ante vosotros. Él es la piedra desechada por vosotros, los constructores; la que ha venido a ser la piedra angular sobre la que toda la construcción descansa. No hay salvación en otro alguno; no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos.

La Pascua del Señor, la muerte y resurrección de Cristo constituyen la única salvación de todos.

Por eso Cristo tiene interés en que no quede la más leve sombra de duda sobre el hecho de la resurrección. Por eso hace entrar en contradicción a los guardianes del sepulcro. Por eso se va apareciendo a Pedro, y a Juan, y a la Magdalena, y a los de Emaús, y a los once a que había quedado reducido el colegio apostólico. Por eso en el Evangelio que acabamos de proclamar, se les aparece junto al Lago, a la amanecida de una noche en que se habían frustrado todos sus esfuerzos de viejos lobos de mar, pues nada habían pescado. El Señor se presentó en la orilla, cuando los pescadores ya iban de retorno. Y Juan le reconoce – ¡Es el Señor!, le dice a Pedro. Y Pedro se echó al agua, para adelantarse a los demás. Y al saltar a tierra, se encuentran ya con unas brasas, y un pescado y un pan. Y trajeron hasta la orilla la barca, con las redes repletas de 153 peces grandes. Y Él toma el pan. Y el pescado. Y se lo da…

No se trata de un fantasma, no. No se trata de imaginaciones calenturientas. No. Allí estaban los peces. Y las brasas. Y el pan. Y allí estaba Él. Él vivo, presente, activo, providente, resucitado. Allí estaba Él, cimentando la fe de todos, abriendo la esperanza de todos, encendiendo el amor de todos.

¡Si había vencido la muerte -la muerte con sus tres días de sepultura-, no quedaba más remedio que confesar que era Dios!

La resurrección de Cristo supone, entre otras cosas, un motivo inconmovible para nuestra fe, una inyección de optimismo cristiano.

El optimismo cristiano es un evangélico realismo, conectado con la muerte y la resurrección, con el dolor y la luz, con la tragedia y la esperanza.

Y hay que reflejar cada dolor en la muerte de Jesús. Y hay que reflejar su resurrección en cada hora de luz, en cada primavera del alma y del cuerpo, en cada cosa buena y bella, en cada intento de hacer mejor la humanidad, en cada gesto de tender la mano, de sonreír al inoportuno, de sentir la fraternidad que Cristo vino a constituir.

Hemos de convertir la Resurrección y la Pascua en algo vigente y real en nuestras vidas los que decimos que creemos en este Jesús que está enseñando las huellas gloriosas de sus llagas. Las llagas no han desaparecido; se han transformado en luz.

Nuestra aportación al dolor y a la crisis y al confusionismo de los tiempos no es la de tapar los hechos o echarnos a lamentaciones estériles y a escándalos justificados, sino la de luchar por aceptar, por transformar, por cambiar la noche en amanecer, la tragedia en consuelo, la muerte en vida. Convertirnos, resucitar para que el mundo se convierta y resucite.

Homilía, viernes de la octava de Pascua
Hermandad Sta. María Espejo de Justicia – Centro Eucarístico
Madrid, 4 de abril de 1975