Los mansos

mansos tiempos liturgicos

Los corazones mansos se imponen sin querer al mundo, precisamente porque no se imponen.

¿Qué entendería Jesús al decir “los mansos”? En general. A todos los espíritus humildes y pequeños, que, por serlo, se hallan expuestos a las violencias, a las opresiones y al desprecio de los otros. Más y más particularmente entiende a aquellos espíritus que aceptan, dulcemente resignados, las disposiciones de Dios, y perdonan las injurias de sus prójimos, y vencen, con la suavidad y la mansedumbre de su corazón, las iras y las amenazas de los demás.

Ante el gobierno que Dios ejerce sobre el mundo –ante su Providencia- caben dos posturas: la del silencio y la de la protesta, la de la rebeldía y la de la aceptación.

Jesús se encargó de expresar esta ley de su providencia: No os acongojéis por hallar qué comer o con qué vestir. Mirad las aves del cielo cómo no siembran ni siegan ni allegan en graneros; el padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Si a una hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste ¿Cuánto más a vosotros, hombre de poca fe?

Dependemos de Dios como el eco depende de la voz y como el reflejo depende de la luz. Estamos en sus manos, como el barro en manos del alfarero que lo modela, como la lana en manos del tejedor, como las ramas en las manos del jardinero que las poda y las recorta según se precise. No podemos respirar sin depender del aire que hincha los pulmones, ni caminar sin obedecer a la tierra que nos sustenta ni vivir sin pagar a las plantas y a las bestias el tributo de una aparente dependencia. Cada uno de nuestros actos aun aquellos en que nos sentimos más soberanos, encierra, con el sello de nuestra dependencia, un insulto a nuestra vanidad.

Esa dependencia no es esclavitud, es honor. Es cuando se desgaja de la rama que la sustenta y la sostiene, cuando la hoja amarillea y la pisotean todos los viandantes.
Evidentemente, entre personas cristianas, no cuesta trabajo admitir ese gobierno de Dios, cuando soplan vientos favorables, y la vida nos sonríe, y podamos dar pábulo a nuestra vanidad, y hacer nuestro capricho, y recorrer el mundo de flor en flor.

Cuando la mansedumbre cuesta, cuando cuesta acomodarnos a la voluntad de Dios, es cuando Él nos visita a través de los acontecimientos de nuestra existencia, a través de la enfermedad, de la muerte, del infortunio, de la ingratitud, del desprecio, de todo eso que constituye la trama visible de nuestra vida. No lo acabamos de comprender; no acabamos de aceptar; nos rebelamos, porque hallamos cien pretextos por los que quisiéramos convencer a Dios de que no sabe lo que se hace. Es entonces cuando se nos hace cuesta arriba la mansedumbre, para aceptar, para sincronizarnos con la voluntad del Padre que está en los cielos, cualesquiera que sean las pruebas con que quiera visitarnos, y que son otras tantas mensajeras que, en nombre de Dios, nos señalan y nos ayudan a recorrer los caminos de salvación que a cada alma destina Dios.

Bienaventurados los mansos que aceptan, no los violentos que se rebelan. Bienaventurados los mansos, que tras de una sonrisa esconden tal vez una tragedia, no los que gesticulan y se ensoberbecen y descargan constantemente el martillo de su ira, de su destemplanza, de su obcecación. Bienaventurados los mansos que pasan sin levantar ruido, los que llevan detrás de sí la polvareda de su presunción. Bienaventurados los seres anónimos que discurren por el mundo callando su humildad, acatando siempre la pauta que Dios trazó en su vida.

Ellos poseerán la tierra. Los corazones mansos se imponen, sin querer al mundo, precisamente porque, no se imponen. Ellos son los que aplacan las tempestades provocadas por la ira; ellos son los que dulcifican el gesto duro; ellos los que desarman el brazo agresivo, ellos los que difunden serenidad y paz sobre la tierra. Ellos poseerán la tierra, que les debe cuanto de amabilidad y de buen vivir y de concordia queda en el mundo.

Ellos poseerán la tierra porque poseen la suya. Tienen el pleno dominio sobre sí mismos; se gobiernan y controlan en todos sus actos, nada hay en contacto con ellos que escape a su dulce vigilancia y a su benéfico control; pasan por el mundo como si no se apercibieran de los gestos soberbios ni de las palabras altisonantes. Tienen la posesión de sí mismos que es la más alta posesión.

Señor danos a entender, danos enamorarnos, danos vivir la bienaventuranza de tu mansedumbre; arráncame, Señor, mis destemples y mis desplantes, mis violencias, mis iras, mi mal humor. Haz, Señor, que me doble siempre a tu voluntad, como la flor al viento. Haz que deje caer siempre a mi paso una gota de serenidad y suavidad y dulzura. Haz que sea alfombra para que los demás pisen blando; haz de mi vida una estela de luz suave, que a nadie deslumbre y sosiegue a todos, que eso, sí, eso es poseer la tierra, a fuerza de no quererla poseer. Quiero ser de corazón manso y humilde no ya para poseer la tierra, sino para que la poseas Tú.

Así sea.