El autor de la santidad, el espíritu santo

El autor de la santidad, el espíritu santo

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El que nos da la gracia, el que nos injerta en Cristo, el que nos levanta hacia Dios, el que va torneando y moldeando el alma hasta acoplarla según el corazón de Jesús, el que vive y trabaja en nuestra santidad, éste es el Espíritu Santo.

¡Ser Santo!, He ahí la ley primera que lleva el hombre grabada en las entrañas de su ser. Dios ha esculpido en su alma su deber… y ese deber le lleva hasta los pies de Dios, el santo a quien cantan las tropas de querubes. Sólo el que así obre, es verdadero hombre.

¡Ser santo! He ahí la obligación estricta del hombre con alma sobrenaturalizada por la gracia; el precepto de Jesucristo, la prescripción de la Iglesia, por boca de Pablo, el Apóstol: La santidad nos injerta en Cristo, santidad sustancial. Sólo el que aquí llegue, será verdadero cristiano.

La tierra, en cambio, está inmensamente alejada de Dios. La santidad es, para ella, un mito. El santo un pobre ser despreciable. Hoy por hoy, son otros los gustos, diametralmente opuestos y antitéticos. Dios ha quedado fuera del ámbito del mundo. Es un desterrado. No le ha quedado más que el rincón del Sagrario, donde a falta de hombres, han bajado ángeles del cielo.

¿Quién será el autor de la santidad? Vamos a contestar a esta pregunta de hoy, Día de Pentecostés, cuando aún es rojo el fuego que a la tierra nos trajo y el soplo que acompañó su venida, contestaremos así: El autor de la santidad es el Espíritu Santo.

Cuando en su casa silenciosa de Nazaret, se apareció a María un ángel mensajero del Padre Eterno, para recabar su consentimiento a la obra de la Encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas vírgenes, ella preguntó: ¿Cómo va a verificarse esto? Y el embajador de los cielos contestó así: “El Espíritu Santo vendrá por ti.” Por Él se realizará el prodigio.

Por la gracia de Dios, raíz de nuestra santidad y de nuestro ser sobrenatural, podemos decir que es Jesucristo el que nace en nuestras almas; no con un nacimiento corporal, porque solo se encarnó una vez en el seno de María, sino con el nacimiento espiritual en el momento en que quedamos, por la gracia, injertados en él. Si nos preguntamos: ¿Cómo podrá verificarse este prodigio?, la Teología nos contesta con las palabras del arcángel de María: “El autor de esta maravilla es el Espíritu Santo”.

En nuestra vida de gracia, hijos de Dios, templos de la Trinidad, entra el hombre en relaciones con las tres divinas personas. Penetramos en este río infinito de la vida de Dios. Somos santos por la gracia de Dios. El más poderoso, el más sabio, el más rico y grande de los hombres no puede absolutamente nada, en este problema de la santidad sobrenatural -por otra parte, necesaria y obligatoria- sin el influjo de Dios. “Sin Mí, dice el Señor, nada podéis hacer. Como el sarmiento al desprenderse de la cepa viva, se mustia, se seca y muere”. “Gratia Dei sum id quod sum”, dice fervorosamente el Apóstol: Soy lo que soy por la gracia de Dios. El autor de la santidad no es el hombre; es Dios Nuestro Señor.

Jesucristo nos mereció con su obra redentora, haciéndose nuestro hermano, la santificación, la gracia. Ahora, en la gloria, como cabeza glorificada de la Iglesia, nos comunica la plenitud del Espíritu Santo. Su pasión y su muerte nos mereció un día la primera venida en el primer Pentecostés de la Iglesia. Ahora a cada instante nos obtiene y procura la influencia de aquel mismo Espíritu para que permanezcamos y crezcamos en gracia.

El que nos da la gracia, el que nos injerta en Cristo, el que nos levanta hacia Dios, el que va torneando y moldeando el alma hasta acoplarla según el corazón de Jesús, el que vive y trabaja en nuestra santidad, éste es el Espíritu Santo.

Podemos decir con Santo Tomás: que, si Cristo es la cabeza del Cuerpo místico, el Espíritu Santo puede ser, considero, como su Corazón. Él constituye el gran principio de vida, de movimiento y de cohesión entre los miembros y la cabeza. El corazón es el órgano que, por el ritmo de sus latidos, envía y difunde la sangre al cuerpo, incluso al cerebro. El Espíritu Santo puede llamarse el Corazón de la Iglesia porque distribuye la gracia a todos los justos, comprendido el Hombre-Dios, que es la cabeza.

¿Somos cristianos? Es que recibimos el Espíritu Santo ¿Podemos ser santos? Es que podemos ser plasmados por el Espíritu Santo ¿Somos santos? Es que un artista divino, el Espíritu Santo, ha modelado nuestra alma. Porque Él es el autor de toda santidad.

El santo no es sino el hombre que se deja tornear en sus manos de artista de cielo. El santo no es sino la nave que, hacia rumbo al cielo, bajo el impulso y el soplo del Espíritu Santo, hincha sus velas y la empuja a la playa.
Subamos con Él los peldaños de la santidad. Con Él es seguro el ascenso. Él no va a dejarnos hasta llegar a la cumbre, donde por Jesucristo, nos eche en los brazos de aquel Dios que vive y reina con el Hijo en unidad del Espíritu Santo por siglos.

Mallorca, 16 de mayo de 1940


La resurreción de Cristo

La resurrección de Cristo

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Nada del fenómeno cristiano sería válido sin la Resurrección del Señor. Todo se apoya en ella: sin ella, nos dice el Apóstol Pablo, sería vana nuestra fe.

Nos hallamos en plena semana pascual, cuando todavía son frescos y rotundos los Alleluias que la Iglesia entona al Señor Resucitado. El misterio pascual – la muerte y resurrección de Cristo – constituye la más alta ocasión que vieron y verán los siglos. De allí arranca todo: una mentalidad y una vida, una civilización y una fe, una forma de pensar, de querer, de sentir y de vivir.

Nada del fenómeno cristiano sería válido sin la Resurrección del Señor. Todo se apoya en ella: sin ella, nos dice el Apóstol Pablo, sería vana nuestra fe, pues Cristo no habría pasado de ser un charlatán y un embaucador. Es la tumba vacía la que aguanta toda la bóveda inmutable de nuestra Iglesia.

Por eso la resurrección de Jesús es el centro de toda la predicación apostólica. Todas las páginas de los “Hechos de los Apóstoles” –con los primeros pasos de la Iglesia naciente– están iluminadas por el amanecer de la Pascua.

Ahí está la primera lectura que acabamos de proclamar. Mientras Pedro y Juan hablaban al pueblo, allí se presentaron los magnates de Israel –los sacerdotes, los saduceos, el comisario del templo– indignados de que los apóstoles predicaran la resurrección del Señor, pues veían que, si el pueblo creía en este hecho, toda la Sinagoga se derrumbaba en sus cimientos. Y la indignación subió a tal punto, que, sin pensarlo más, les echaron mano, y como ya había caído la tarde, les pusieron bajo custodia hasta el día siguiente. Y al día siguiente, con la plana mayor, la flor y nata de sus jefes, los senadores, los intelectuales, el sumo sacerdote al frente, hicieron comparecer a Pedro y a Juan, para hacerles un interrogatorio oficial. Ellos acababan de curar al paralítico que estaba mendigando junto a la Puerta Hermosa del Templo, y al que, Pedro había dicho: Ya ves; plata ni oro no tengo, lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesús Nazareno echa a andar.

Ahora, el Sanedrín les preguntaba: ¿Con qué poder o en nombre de quien habéis hecho eso?

– Quede bien claro, les dice Pedro, a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis, y a quien Dios resucitó de entre los muertos. Por su nombre se presenta este hombre sano ante vosotros. Él es la piedra desechada por vosotros, los constructores; la que ha venido a ser la piedra angular sobre la que toda la construcción descansa. No hay salvación en otro alguno; no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que podamos salvarnos.

La Pascua del Señor, la muerte y resurrección de Cristo constituyen la única salvación de todos.

Por eso Cristo tiene interés en que no quede la más leve sombra de duda sobre el hecho de la resurrección. Por eso hace entrar en contradicción a los guardianes del sepulcro. Por eso se va apareciendo a Pedro, y a Juan, y a la Magdalena, y a los de Emaús, y a los once a que había quedado reducido el colegio apostólico. Por eso en el Evangelio que acabamos de proclamar, se les aparece junto al Lago, a la amanecida de una noche en que se habían frustrado todos sus esfuerzos de viejos lobos de mar, pues nada habían pescado. El Señor se presentó en la orilla, cuando los pescadores ya iban de retorno. Y Juan le reconoce – ¡Es el Señor!, le dice a Pedro. Y Pedro se echó al agua, para adelantarse a los demás. Y al saltar a tierra, se encuentran ya con unas brasas, y un pescado y un pan. Y trajeron hasta la orilla la barca, con las redes repletas de 153 peces grandes. Y Él toma el pan. Y el pescado. Y se lo da…

No se trata de un fantasma, no. No se trata de imaginaciones calenturientas. No. Allí estaban los peces. Y las brasas. Y el pan. Y allí estaba Él. Él vivo, presente, activo, providente, resucitado. Allí estaba Él, cimentando la fe de todos, abriendo la esperanza de todos, encendiendo el amor de todos.

¡Si había vencido la muerte -la muerte con sus tres días de sepultura-, no quedaba más remedio que confesar que era Dios!

La resurrección de Cristo supone, entre otras cosas, un motivo inconmovible para nuestra fe, una inyección de optimismo cristiano.

El optimismo cristiano es un evangélico realismo, conectado con la muerte y la resurrección, con el dolor y la luz, con la tragedia y la esperanza.

Y hay que reflejar cada dolor en la muerte de Jesús. Y hay que reflejar su resurrección en cada hora de luz, en cada primavera del alma y del cuerpo, en cada cosa buena y bella, en cada intento de hacer mejor la humanidad, en cada gesto de tender la mano, de sonreír al inoportuno, de sentir la fraternidad que Cristo vino a constituir.

Hemos de convertir la Resurrección y la Pascua en algo vigente y real en nuestras vidas los que decimos que creemos en este Jesús que está enseñando las huellas gloriosas de sus llagas. Las llagas no han desaparecido; se han transformado en luz.

Nuestra aportación al dolor y a la crisis y al confusionismo de los tiempos no es la de tapar los hechos o echarnos a lamentaciones estériles y a escándalos justificados, sino la de luchar por aceptar, por transformar, por cambiar la noche en amanecer, la tragedia en consuelo, la muerte en vida. Convertirnos, resucitar para que el mundo se convierta y resucite.

Homilía, viernes de la octava de Pascua
Hermandad Sta. María Espejo de Justicia – Centro Eucarístico
Madrid, 4 de abril de 1975