Sagrado Corazón de Jesús
Sagrado Corazón de Jesús
Para el Evangelista Juan, Jesús murió en la vigilia de la Pascua judía, que ellos llamaban Parasceve, es decir, el día de la preparación de la Pascua.
Era el final, era el extremo; el final y el extremo de una vida derramada para el amor. Era el amor llevado a su más extrema radicalidad: Él nos lo había dicho: “no hay amor más grande que el dar la vida por aquellos a quienes se ama”.
Dar la vida por amor; dar por amor toda la vida, sin reservarse ni una gota de vida. Lo que pudiera quedar de vida en el cadáver de un Dios muerto para amar, se derrama ahora al ser abierto el Corazón con la lanza romana. Tenía que brotar algo para que el mundo viera que no se reservaba nada: maravillosamente el Corazón de Cristo nos dio sus últimas gotas de sangre, sus últimas gotas de vida, el gran torrente del amor, abierto en agua y sangre.
Ya nada le queda a aquel corazón, que muere sin más pecado que el de querer amar. Nada le queda para dar. Puesto a darlo, lo dio todo.
Es la hora del amor sin techo, del amor sin reservas, del amor sin límites. Y este es el sentido de la festividad del Sagrado Corazón de Jesús: es la fiesta del amor abierto a todos.
Es “la hora”. Aquella hora de que habla Juan el Evangelista: “esta es la hora”; “no ha llegado mi hora”; “cuando llegue la hora”. La hora de la salvación por la muerte y glorificación de Jesús; la hora de la muerte y la glorificación –la apertura del Costado brotando agua y sangre no es sólo la hora de la muerte, sino también la hora de la vida para Cristo pasando por encima de todas las leyes naturales, y la hora de la vida para todos los redimidos por su sangre. Es la hora de amar que el amor sólo con amor se paga; es la hora de la concentración espiritual frente al Corazón de Cristo que se abre a amar; es la hora de la superación, de la fe, de la entrega, de la esperanza. Todo se puede esperar en esta hora del Corazón que se abre; de los brazos que se tienden hasta el infinito para el abrazo a todo hombre, de los pies clavados para seguir esperando al hijo que quiera retornar.
Es la hora de la ventana abierta al misterio de un amor sacrificado y redentor.
Es la hora de la fuente abierta al agua de la vida que salta hasta la vida eterna.
Juan, el Evangelista que describe este momento de la lanza que abre el costado de Jesucristo, le da a esta hora del Corazón una trascendencia particular, que refuerza con dos citas bíblicas del Antiguo Testamento.
No sólo presenta la sinceridad de su testimonio personal, del que ha vivido con toda el alma en vilo la grandeza de aquella hora, sino que apuntala su testimonio en la veracidad misma del Dos que muere. No es un simple testigo ocular que garantiza la verdad de un acontecimiento; es el gran teólogo de la Iglesia naciente que quiere trasmitir a la Iglesia de hoy y en la Iglesia de cada día el misterio de la fe y de amor que ofrece un Dios muerto y abierto, brotando sangre y agua.
Es la hora en que nacen todos los Sacramentos, los acueductos del gran torrente de vida que canaliza el agua y la sangre de Jesús: aguas para todos los Bautismos que engendrarán hijos de Dios a lo largo de siglos y siglos; sangre de la sangre de Cristo que nutrirá a todo viandante, a todo peregrino que enorte su vida hacia Dios.
Es la hora en que, del agua y de la sangre del Corazón alanceado y abierto, nace nuestra Iglesia, Madre de todo hombre que camina por la hora en la gran caravana de la familia de Dios.
La hora: la hora del Corazón que no se deshace en lágrimas y lirismos, sino del corazón que se da, que se entrega, que se sacrifica, que supera todas las angustias y todos los quebrantos por la oveja que se descarría y se va.
La hora del Padre que nos habla desde el corazón del Hijo; la hora del Padre que aquí perdona porque el Hijo se ofrenda para el perdón; la hora del Padre que aquí se nos acerca no desde los rayos del Sinaí, sino desde la ternura del Cristo que muere; la hora del Padre, que aquí derrama sobre todos los surcos de todos los hombres de toda la historia, la Gracia del Espíritu Santo que llama a la Santidad.
Dejemos que el agua y la sangre del Corazón del Cristo abierto por el hierro del soldado, calen sobre nuestras vidas, para la hora del perdón, para la hora de la esperanza, para la hora del amor. Mi pecado os puso así, llagado y muerto mi Dios…
Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús
9 de junio de 1994
Con resplandor creciente
Con resplandor creciente
La vida de Cristo, con todas sus luces y resplandores, se manifiesta y se comunica precisamente a través de la pobreza y la debilidad del evangelizador.
El Señor del que se habla, es el Espíritu, y donde hay Espíritu del Señor, hay libertad. Y nosotros, que llevamos todos la cara descubierta, y reflejamos la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente: así es como actúa el Espíritu del Señor.
La segunda Carta a los fieles de Corinto es fruto de la delicada situación, del malestar que se ha creado en aquella comunidad, ya evangelizada por Pablo, donde se han infiltrado elementos perturbadores -adversos, contrarios a él-, que van minando su autoridad, en un intento diabólico de desprestigiarlo.
Ante aquellas noticias alarmantes Pablo decide hacer una rápida, urgente visita a Corinto. Y se pone en camino desde Éfeso a Tróade, pasando por Filipos, donde tiene el gozo de obtener nuevas noticias sobre aquella situación. Esta vez son buenas las noticias. Pablo se serena, se llena de gozo, y escribe esta segunda carta a los corintios, donde hace una ardiente defensa de su ministerio apostólico, a fin de que las aguas revueltas retornen a la calma.
Tal vez no haya otro escrito en el que se descubra mejor la extraordinaria riqueza del espíritu de aquel hombre, Pablo de Tarso. La mayor parte de la carta es una meditación sobre la grandeza del apostolado y el misterio de la debilidad del hombre a quien se confía tanta grandeza.
Él -como todo evangelizador- ha sido elegido para llevar a los hombres una Palabra que da vida, que reconcilia, que libera, que salva; pero esa Palabra -escribe él a los de Corinto- es “un tesoro en vasija de barro”. La Palabra que proclama es grande, rica, sublime: como un tesoro. Pero ese tesoro ha sido depositado en una vasija de barro, con toda su pequeñez de hombre, con todas sus limitaciones de hombre, con toda su fragilidad de hombre: tesoro en vasija de barro.
Pero lo más desconcertante no es sólo este hecho: lo más desconcertante es que la vida de Cristo, con todas sus luces y resplandores, se manifiesta y se comunica precisamente a través de la pobreza y la debilidad del evangelizador. Y el evangelizador, aportando el barro de su vasija de hombre, se transforma en resplandor, se hace testimonio, irradiación.
Así define el Concilio el testimonio: una irradiación de fe, de esperanza, de caridad. El testigo lleva los ojos llenos de brillos, llenos de luz.
Dentro de este concepto hay que colocar los dos versículos, que hemos leído, de la II Carta a los Corintios.
Pablo es el Apóstol al servicio de una Alianza Nueva, que desborda la Alianza Antigua. La Antigua Alianza, centrada en la figura de Moisés, se escribe sobre tablas de piedra; la nueva se graba sobre carne en el interior del corazón, de forma que “vosotros sois nuestra carta -las tablas nuevas-, escrita en vuestros corazones”. “Sois una carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio, escrita no con tinta sino con el Espíritu del Dios vivo”.
Una carta que no se lee con el velo en el rostro, según el relato del Éxodo. Moisés entonces, una vez recibidas las Tablas de piedra, oculta su rostro con un velo. Su rostro resplandecía como fruto de su encuentro con Dios; pero aquel resplandor era un resplandor caduco, pasajero. Cada vez que el pueblo antiguo -el de la Antigua Alianza- lee los libros de Moisés, siente que hay como un velo que cubre sus mentes: no llegan a comprender que están en la antesala de la Nueva Alianza, donde Dios descorrerá los velos, presentándosenos en la carne, en el esplendor de la humanidad del Señor Jesús, que ilumina en los suyos con la sabiduría desvelada del misterio de salvación.
Si aquel resplandor del rostro de Moisés hacía que los israelitas no podían fijar sus ojos en el rostro caduco, pasajero, mortal, de Moisés, figuraos cuál será el resplandor que emana de la figura, de la vida, de la palabra de Jesús, el Señor.
El Señor –estos son los versículos de hoy- es el Espíritu de Dios, es Dios, donde está el Espíritu del Señor está el Espíritu de Dios; “donde hay el Espíritu del Señor, hay libertad”. No somos colectividad de esclavos; somos raza de reyes, nación santa, pueblo de la Alianza Nueva.
No se trata de una libertad para desmoronar la fuerza de la Ley de la Alianza Antigua; se trata de aquella libertad que canta Pablo en la Carta a los Gálatas (5, 13), que se hace servicio y amor a los demás, para llegar al servicio y al amor de Dios. Libres para servir, libres para servir amando, para amar sirviendo.
Nosotros ya no llevamos el rostro tapado, encubierto; “nosotros todos llevamos la cara descubierta, la mente clara, el corazón abierto a las riquezas de la sabiduría del corazón de Dios, que nos entregó a su Hijo para la libertad y el amor. Llevamos la cara descubierta, de forma que el testimonio nuestro -de vida y de palabra- refleja la gloria del Señor, porque el Señor nos va transformando, por la acción del Espíritu, con resplandor creciente, participando del resplandor de su luz.
A medida que Él avanza en nosotros, como avanza el día, avanza en nosotros su resplandor, y el resplandor se convierte en resplandor creciente, sin velos, sin enigmas, para ser los hombres del resplandor, los hombres de la irradiación, por la fe, por la esperanza, por el amor, los hombres de la luz para ser luz del mundo.
Cristo nos va transformando. Donde hay Espíritu del Señor, hay libertad, hay deseo de servicio, hay dedicación al otro por la vía del amor. Y ya no somos tinieblas de velos y de noche, somos los hijos de la luz. Se nos ha ido la noche oscura de San Juan de la Cruz para convertirnos en resplandor creciente diría Pablo; en “Llama de amor viva”, diría nuestro San Juan de la Cruz. No somos hijos de las tinieblas, nos diría el Señor; somos hijos de la luz; hemos sido hechos para ser hijos de la luz, caminamos los caminos de los hijos de la luz; convertidos en llama de amor viva, hasta que una tarde seamos examinados en el amor.
Segovia, 19 de octubre de 1991
En Laudes de la peregrinación a Segovia
en homenaje a San Juan de la Cruz
Los mansos
Los mansos
Los corazones mansos se imponen sin querer al mundo, precisamente porque no se imponen.
¿Qué entendería Jesús al decir “los mansos”? En general. A todos los espíritus humildes y pequeños, que, por serlo, se hallan expuestos a las violencias, a las opresiones y al desprecio de los otros. Más y más particularmente entiende a aquellos espíritus que aceptan, dulcemente resignados, las disposiciones de Dios, y perdonan las injurias de sus prójimos, y vencen, con la suavidad y la mansedumbre de su corazón, las iras y las amenazas de los demás.
Ante el gobierno que Dios ejerce sobre el mundo –ante su Providencia- caben dos posturas: la del silencio y la de la protesta, la de la rebeldía y la de la aceptación.
Jesús se encargó de expresar esta ley de su providencia: No os acongojéis por hallar qué comer o con qué vestir. Mirad las aves del cielo cómo no siembran ni siegan ni allegan en graneros; el padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Si a una hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste ¿Cuánto más a vosotros, hombre de poca fe?
Dependemos de Dios como el eco depende de la voz y como el reflejo depende de la luz. Estamos en sus manos, como el barro en manos del alfarero que lo modela, como la lana en manos del tejedor, como las ramas en las manos del jardinero que las poda y las recorta según se precise. No podemos respirar sin depender del aire que hincha los pulmones, ni caminar sin obedecer a la tierra que nos sustenta ni vivir sin pagar a las plantas y a las bestias el tributo de una aparente dependencia. Cada uno de nuestros actos aun aquellos en que nos sentimos más soberanos, encierra, con el sello de nuestra dependencia, un insulto a nuestra vanidad.
Esa dependencia no es esclavitud, es honor. Es cuando se desgaja de la rama que la sustenta y la sostiene, cuando la hoja amarillea y la pisotean todos los viandantes.
Evidentemente, entre personas cristianas, no cuesta trabajo admitir ese gobierno de Dios, cuando soplan vientos favorables, y la vida nos sonríe, y podamos dar pábulo a nuestra vanidad, y hacer nuestro capricho, y recorrer el mundo de flor en flor.
Cuando la mansedumbre cuesta, cuando cuesta acomodarnos a la voluntad de Dios, es cuando Él nos visita a través de los acontecimientos de nuestra existencia, a través de la enfermedad, de la muerte, del infortunio, de la ingratitud, del desprecio, de todo eso que constituye la trama visible de nuestra vida. No lo acabamos de comprender; no acabamos de aceptar; nos rebelamos, porque hallamos cien pretextos por los que quisiéramos convencer a Dios de que no sabe lo que se hace. Es entonces cuando se nos hace cuesta arriba la mansedumbre, para aceptar, para sincronizarnos con la voluntad del Padre que está en los cielos, cualesquiera que sean las pruebas con que quiera visitarnos, y que son otras tantas mensajeras que, en nombre de Dios, nos señalan y nos ayudan a recorrer los caminos de salvación que a cada alma destina Dios.
Bienaventurados los mansos que aceptan, no los violentos que se rebelan. Bienaventurados los mansos, que tras de una sonrisa esconden tal vez una tragedia, no los que gesticulan y se ensoberbecen y descargan constantemente el martillo de su ira, de su destemplanza, de su obcecación. Bienaventurados los mansos que pasan sin levantar ruido, los que llevan detrás de sí la polvareda de su presunción. Bienaventurados los seres anónimos que discurren por el mundo callando su humildad, acatando siempre la pauta que Dios trazó en su vida.
Ellos poseerán la tierra. Los corazones mansos se imponen, sin querer al mundo, precisamente porque, no se imponen. Ellos son los que aplacan las tempestades provocadas por la ira; ellos son los que dulcifican el gesto duro; ellos los que desarman el brazo agresivo, ellos los que difunden serenidad y paz sobre la tierra. Ellos poseerán la tierra, que les debe cuanto de amabilidad y de buen vivir y de concordia queda en el mundo.
Ellos poseerán la tierra porque poseen la suya. Tienen el pleno dominio sobre sí mismos; se gobiernan y controlan en todos sus actos, nada hay en contacto con ellos que escape a su dulce vigilancia y a su benéfico control; pasan por el mundo como si no se apercibieran de los gestos soberbios ni de las palabras altisonantes. Tienen la posesión de sí mismos que es la más alta posesión.
Señor danos a entender, danos enamorarnos, danos vivir la bienaventuranza de tu mansedumbre; arráncame, Señor, mis destemples y mis desplantes, mis violencias, mis iras, mi mal humor. Haz, Señor, que me doble siempre a tu voluntad, como la flor al viento. Haz que deje caer siempre a mi paso una gota de serenidad y suavidad y dulzura. Haz que sea alfombra para que los demás pisen blando; haz de mi vida una estela de luz suave, que a nadie deslumbre y sosiegue a todos, que eso, sí, eso es poseer la tierra, a fuerza de no quererla poseer. Quiero ser de corazón manso y humilde no ya para poseer la tierra, sino para que la poseas Tú.
Así sea.
La luz sobre el celemín
La luz sobre el celemín
La parábola de la luz, encendida en el candil. ¿Qué hacer con ella? Sería absurdo encenderla para meterla en el cofre de los recuerdos donde no se le pudiera ver. La luz está hecha para el candelero, para la lámpara
San Marcos nos reúne en este Evangelio varios dichos de Jesús, algunos pensamientos suyos, que tal vez pasarían a ser como proverbios entre los suyos. Tal vez no tuvieron mayor ilación entre sí, porque fueran expuestos en días y ocasiones distintos, aunque aquella primera comunidad de creyentes (de la que los asume el evangelista) los juntara y concatenara. Son como distintas piedrecitas con las que se va labrando el mosaico del Gran Mensaje.
Y hoy San Marcos junta dos brevísimas parábolas; la parábola de la luz y la parábola de la medida. La parábola de la luz, encendida en el candil. ¿Qué hacer con ella? Sería absurdo encenderla para meterla en el cofre de los recuerdos donde no se le pudiera ver. La luz está hecha para el candelero, para la lámpara. Si la luz no tuviera que alumbrar la estancia, no se encendería la luz. La luz es luz para ser vista, es luz para ver; es luz para caminar. Caminad mientras tenéis luz. Algún día la parábola de la luz se personaría en el creador de la luz: Yo soy la luz del mundo; hecha para que la vean las gentes; por eso el que me sigue, al seguir la luz, no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida. Sobre el caos inicial de la creación, hizo Dios la luz que alumbrara la creación. Sobre la oscuridad de la noche, Aquel que es la luz, luz de luz, Dios de Dios, Dios Creador de Dios Recreador, la luz increada y eterna, que como el sol alumbra los mismos confines de la tierra, todos los rincones de la historia, todas las salas de la eternidad, es luz que avanza, luz que crece, luz que incendia, luz que abrasa el frío y la noche para ser la luz de la vida, la luz para la vida, la luz que se hace vida, que se propaga y se extiende sobre toda vida.
Pero la luz de Cristo que no conoce el ocaso puede ser para mí luz de crepúsculo que termine por ser noche. Noche negra, más negra que la noche que no conoció la luz. Y el misterio de la luz, que puede ser rechazada. La luz se enciende para ser luz; pero yo puedo ocultar mi vida a la luz, al entrar voluntariamente en las cavernas de mis dudas, de mi soberbia, de una vida no penetrada por la luz. Y entonces “al que tiene, es decir, al que acepta la luz, se le dará más luz; Se le invadirá de luz al que no tiene, es decir, el que no acoge la luz, perderá hasta la luz que tenía, porque al que ha visto la luz, se le hará más negra la noche y más caótica la vida. Si os cerráis a la luz, la luz no pasa de balde. “La medida que uséis, será la medida que usarán con vosotros”. El rechazo se responde con un rechazo mayor. Y cuanto mayor es el rechazo, mayores son las exigencias.
En el régimen actual de la fe, mientras peregrinamos entre la niebla, la fe es luz en penumbra, es luminosa oscuridad. La fe no es claridad de mediodía, sino luz que va avanzando. La fe del creyente está siempre en proceso de avance. A veces se acentúa el claro oscuro y la penumbra más que la luz radiante; pero el que camina en la luz de la fe, se le va encendiendo el camino. Y no habrá discordia ni atonía en el binomio fe y vida: la fe se trasluce en la vida, se hace vida que se nutre de fe.
Tal vez mis cobardías, mis oportunismos, mis miedos o mis conveniencias tapian a ratos al menos mi vida a la luz, y mi vida-luz no ha sido luz sobre el candelero; la he guardado en el baúl, sin darla a los que por mi testimonio de luz pudieran ser hijos de la luz.
Vamos a pedirle al Señor en esta Eucaristía, misterio de luz -éste es el misterio de nuestra fe- que seamos el camino iluminado por la luz de Cristo. Sobre las murallas de la ciudadela el centinela gritaba al centinela la llegada de la luz de la aurora. Y el centinela al otro centinela. Y al otro. Y todo se hacía luz. Testigos de la luz, centinelas de la luz, que anunciamos a los hermanos la llegada de la luz que ilumina a todo hombre que se abre a la luz de Dios, pues a los que la reciben, la luz, dice Juan en su prólogo, se les capacita para ser hijos de Dios.
Hijos de Dios, nos diría el Señor: Caminad mientras tenéis luz.
Homilía jueves de la II semana del tiempo ordinario
Mc 4,21-25
Escuela de Madrid conjunta
Madrid, 31 de enero de 1991