Testimonio Fernando Fernández de Bobadilla
(Sacerdote. Rector del Seminario de Santa Leocadia. Toledo. España)
Sebastián Gayá: testigo del Espíritu y amante de la Iglesia
Escribir en un máximo de dos folios acerca de Sebastián Gayá supone, optar desde el principio por lo parcial, limitado, subjetivo e incompleto. Por tanto, escribo estas líneas convencido de que nadie que conozca a Sebastián encontrará satisfacción plena en ellas.
Conocí a Sebastián en el año 1973, en Madrid. Yo tenía 18 años. Mis padres habían sido dirigentes en el Movimiento de Cursillos en Sevilla y, al mudarnos, se habían incorporado al mismo en Madrid. Sebastián apareció por casa en algunas ocasiones y, muchas más, oí a mis padres comentarios y elogios acerca de él. Era entonces para mí un sacerdote cercano a mis padres, pero nada más.
Con el paso del tiempo –y del Señor derramando gracias en el tiempo– se fue despertando en mí la conciencia de la vocación al sacerdocio. Fue entonces cuando conocí de cerca y en lo hondo a Sebastián. Me puse en sus manos en la dirección espiritual. Era el año 1978. Él fue el sacerdote que me ayudó de manera suave y artesanal a discernir mi vocación. Ni una imposición, ni un deber, ni una exigencia, ni una obligación…
Recuerdo mis entrevistas con Sebastián como encuentros en los que descubría, por evidencia, el gozo de ser sacerdote, de estar enamorado de Cristo, de ser testigo instrumental de los milagros maravillosos del Espíritu, de amar y sufrir a la Iglesia santa y cargada con los pecados de sus hijos…
Desde ese testimonio sencillo, discreto e incisivo de Sebastián, crecía en mí el deseo de vivir todo eso, el deseo de oración, de sacrificio, de entrega, de enamoramiento de Cristo, de interés por las necesidades de la Iglesia…
Sebastián me fue enseñando y contagiando todo eso como delicado y paciente “artesano del Espíritu”.
Cuando los dos llegamos a ver que el Señor me estaba llamando a seguirle en el sacerdocio, fue cuando Sebastián me invitó a vivir un Cursillo de Cristiandad.
Me dijo: “El Cursillo te ayudará a conocer mejor a Cristo y a la Iglesia y, por tanto, la fuerza y la belleza del sacerdocio”.
Fui al Cursillo en marzo de 1979 y descubrí –como me había dicho– a un Cristo vivo y entusiasmante, a una Iglesia viva y entusiasmante y, entendí, brutalmente, que mi vida no podía tener otro sentido más que vivir por Cristo y para Cristo, entregando mi vida en su Iglesia. Era lo que Sebastián me había testimoniado tan suavemente en los encuentros de dirección espiritual… Nada nuevo en cuanto al contenido, pues era el mismo y único Espíritu el que actuaba; sí en cuanto al entusiasmo de las convicciones.
Comencé a exprimir a este “pequeño gran sacerdote”, que es Sebastián Gayá, para sacarle todo el jugo que pudiera. Y él, con una alegría y una paciencia maravillosa, se dejaba estrujar y extraer el jugo de la sabiduría y de la caridad, como quien sabe que nada es suyo, sino que todo es del Espíritu y que él lo tiene para darlo y difundirlo. Confesaba con él, acudía a su dirección espiritual, escuchaba sus rollos vibrantes en la Escuela de Dirigentes… Le confiaba todo lo mío… y él lo recibía todo como si fuera lo más importante que había ocurrido. Sebastián me transparentó la imagen del Padre bondadoso, paciente, misericordioso, fuerte, tierno, constante, siempre fecundo…; ese Padre que él describe tan preciosamente – con la mirada fija en el infinito y los ojos entornados, como quien lo está contemplando en el acto – cuando proclama el rollo de Gracia en un Cursillo o la meditación del hijo pródigo. En aquel momento crucial de mi vida, Sebastián Gayá fue el “testigo del Espíritu” que me ayudó a discernir y a echar los fundamentales cimientos de mi vocación sacerdotal.
Después, en agosto de 1980 se me concedió una gracia inolvidable: conviví con Sebastián durante 15 días en Mallorca. Yo comenzaría mi formación en el Seminario de Toledo en septiembre de ese mismo año. Visité con Sebastián los lugares históricos del nacimiento del Movimiento de Cursillos. En cada uno de ellos me iba narrando lo que ocurrió allí, lo que hacían, lo que esperaban, cómo se organizaban, qué dificultades aparecían, cómo las solventaban, qué mística les sostenía e impulsaba… Sebastián vibraba al revivir cada acontecimiento. Rezábamos y dábamos gracias al Señor en cada uno de aquellos lugares en que el Espíritu había querido sembrar los principios de esta preciosa obra de apostolado eclesial.
Comprendí cómo Sebastián había sido un “testigo e instrumento activo del Espíritu” en el nacimiento mismo del Movimiento de Cursillos de Cristiandad.
Sebastián, en cada sitio, iba reviviendo y reformulando aquellos acontecimientos de gracia, las motivaciones sobrenaturales que sostenían e impulsaban aquellas actividades, las convicciones evangélicas y evangelizadoras que fundamentaban aquellos planteamientos… Me sentía como quien estaba ante las raíces más hondas y esenciales de un gran árbol frondoso y cargado de frutos. Sebastián gustaba aquello desde hacía años y todo le era sorprendentemente familiar, para mí todo era sorprendentemente novedoso y estimulante…
Emocionante fue la subida hasta el Santuario de la “Madre de Deu”, en Lluc, oyendo a Sebastián hablar de la Señora y del gran Via Crucis que se celebró como preparación para la Peregrinación a Santiago de Compostela. Inolvidable el encuentro en el convento de S. Agustín de Felanitx con D. Juan Hervás, el Obispo de los Cursillos, anciano y en silla de ruedas, sin poder expresar palabra, pero vibrante y emocionado cuando Sebastián le invitaba a recordar las aventuras apostólicas de los inicios del Movimiento. Sobrecogedor fue entrar y rezar en “San Honorato”, el lugar donde se celebró el primer Cursillo de Cristiandad, y recibir de Sebastián su confidencia de cómo vivió aquel primer Cursillo que él había soñado con tanta ilusión, que había preparado con tanta entrega, que había esperado con tantas ansias de caridad… y que, por fidelidad a sus deberes, había vivido en “intendencia”, desde la retaguardia, desde fuera, sacrificando sus mejores deseos de estar en la vanguardia, dentro. Sebastián vivió desde el principio el necesario desapego humano a todo lo que es obra del Espíritu…
Descubrí en Sebastián un corazón grande, inmenso, ensanchado por el Espíritu y purificado por el dolor de las primeras incomprensiones propiciadas por parte de algunos “eclesiásticos”. Ni un reproche. En Sebastián he encontrado a un verdadero “testigo del amor a la Iglesia”. Puedo decir que nunca le he oído una queja o una crítica amarga referida a la Iglesia. Ha sabido ver las dificultades y pecados en la Iglesia como las mil y una “cadaunadas” que forman parte de los entresijos de todo lo que está integrado por hombres.
Y todo lo humano, todo lo verdaderamente humano, le ha interesado y lo ha amado siempre Sebastián Gayá.
Para Sebastián, con su visión y experiencia de la fe, con su gozosa y estimulante esperanza, cualquier dificultad o zancadilla ha sido siempre una oportunidad de la gracia para amar más, para crecer más y extender más el Reino de Cristo. Me llenó de asombro oír de sus propios labios cómo fue apartado de todo lo que tuviera que ver con el Movimiento de Cursillos y, marginado y arrinconado en una oficina para atender burocráticamente a los emigrantes, convirtió esa oficina en centro desde el que saltó el método y el Movimiento de Cursillos hasta los países en que trabajaban los emigrantes españoles. Supo descubrir el soplo del Espíritu en aquella situación y supo colaborar con su gracia.
Para Sebastián la Iglesia es siempre más, mucho más que lo que se puede ver de ella. Es un verdadero enamorado y “amante de la Iglesia”, Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, misterio, comunión y misión…
Es un admirador asombrado y agradecido, defensor y testigo ardiente, del ministerio de Pedro en la persona del Papa, sea quien sea – Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I o II – el que encarne ese ministerio de comunión en la fe y de confirmación en la caridad y en la verdad. En Sebastián he tenido la suerte de poder reconocer al “sacerdote de cuerpo entero” que ha sabido beber de la gracia de Dios en la Iglesia antes, durante y después del Concilio Vaticano II, perseverando siempre fiel a lo que es esencial, permanente y absoluto: la acción del Espíritu que la anima y santifica…
Si he de reducir aún más mi testimonio acerca de Sebastián Gayá, lo sintetizaría en esta expresión: el sacerdote fiel, testigo del Espíritu y amante de la Iglesia.
Toledo (España), 20 de octubre de 1998
Testimonio recogido en el libro
«Conversaciones con Sebastián Gayá» de Mariví García. Madrid. 2005