Testimonio Rafael Morales
(Dirigente de Cursillos. Madrid. España)
Septiembre de 1998: “Si… bien…; mañana jueves a las 13.15”. Allí estoy. Acogedor, sencillo, ligera sonrisa. ¡Qué fácil robarle el tiempo que no tiene! Mi bullicio madrileño se calma, desaparece… Empiezo a soñar.
Corría el año 1963. Un compañero de clase venía de descubrir algo, un movimiento cristiano importante. Me dije: ¡Uf! Esto no es para mí.
Recorrí mundo. Anclé en Madrid. 1989, en mayo. Un amigo, Paco el marino, me espeta: ¿Tienes algo que hacer el próximo fin de semana? No. ¿Perteneces a…? No. ¿Te vienes a hacer un Cursillo de Cristiandad? Bueno… Me prometí un fin de semana tranquilo, en silencio, haciendo un alto en mi eterno peregrinar con rumbos poco definidos. En Cibeles, junto a Correos, a las seis de la tarde, ¡qué bullicio! Cada minuto que pasaba iba encontrando más alegría, más entrega, más normalidad. Efectivamente era verdad aquello de “no te lo puedo explicar. Tienes que vivirlo”. Allí estaban Mariano Vázquez, sacerdote, a quien conocía sin saber que era cursillista; Mariví como rectora a quien antes no conocía; José María P.C.; Carlos B,…, que compartieron mi primer cursillo y se han convertido en verdaderos soportes en mi nuevo caminar.
En la primera noche, en la capilla, un cura menudo en el que no había reparado, de ojos vivarachos, de palabra precisa y apasionada, inmutable, captó nuestra atención; sus palabras se dirigían a cada uno de nosotros en particular. Dejé mis inquietudes y se abrieron interrogantes de más altura. Encontré una manera especial de vivir la Iglesia, el Espíritu soplaba intensamente. Y comenzamos nuestro “cuarto día”, unidos en la amistad que brota de corazones abiertos plenamente al ideal común, Jesucristo.
¡Qué manía! ¡Sólo hay una isla, Mallorca, que merezca tal nombre! Y así nació la amistad entre el maestro mallorquín y el discípulo canario, difícil, desorganizado y profundamente independiente. A los pocos meses abandoné Madrid. Permanezco unido al equipo madrileño. Siento la necesidad de este ambiente, de mis charlas con Sebastián y Mariano: teléfono, cartas precisas, nuevos cursillos en común, visitas esporádicas enriquecedoras, ilusiones en común. El campo de amistad con nuevos cursillistas se agranda, comparto alegrías y dificultades.
En Sebastián he encontrado un buen “compañero en mi peregrinar” que, con suaves tirones de oreja, paciencia y amplitud de miras, va enderezando mi camino, haciéndome sentir que no sólo puedo recibir, sino que en Cursillos también puedo aportar mi granito de arena en nuestra conversión al Señor.
Con su entrega, su capacidad de trabajo, su humildad, su saber estar en primera línea – irradiando al Espíritu – para ceder rápidamente la preeminencia a los demás, se convierte en un reto para mi vida, para la vida de tantos jóvenes y menos jóvenes.
“¿Sí, Sebastián?”. “Despierta. ¿Puedes ir al cursillo del puente de la Inmaculada?”. “Sí”. “Darás el rollo de Iglesia”. “Sí”. Salgo a la calle. Son cerca de las tres de la tarde. El Caballero de Nuestra Señora de Lluc sigue vigilando.
Ferrol, Coruña (España)
25 de octubre de 1998
Testimonio recogido en el libro
«Conversaciones con Sebastián Gayá» de Mariví García. Madrid. 2005