Etapa II:La gracia de peregrino


A todos los ámbitos hispanos ha llegado ya el clarín de los romeros; ¡Hacia Santiago!
Y ese peregrinar supone –como médula y meollo de la cita que la Juventud de Acción Católica se da ante la tumba del Apóstol de España- un ponerse en camino hacia Dios por las rutas de la santidad.
Y, a flor de labios, se os cuelga una pregunta: pero la santidad, ¿qué es?
La santidad es la aspiración sobrenatural del alma hacia Dios para vivir su vida y gozar de su gloria.
La santidad consiste en hacernos copistas vivos de aquel que es el Santo de los Santos.
La santidad consiste en hacer la voluntad del Padre que está en los cielos, tomando como pauta y norte de la vida ese querer de Dios, impregnando toda nuestra actividad humana de un tono y de un objetivo divinos, haciéndonos artesanos del alma para edificarla según los proyectos del Arquitecto Dios, siendo sillares aptos, maleables, dúctiles en manos del artífice labrador de almas que es el Espíritu Santo, constituyéndonos piezas vivas de esa gran construcción de la Iglesia que tiene entre sus notas específicas, la santidad, siendo miembros vivos por cuya vida discurran los ideales y la vida del que siendo Hombre –el primero, el jefe de los hombres- es a un tiempo Dios, la santidad creada, infinita, eterna…
La santidad está en apoyar los designios de Dios que nos creara para una gloria sobrenatural. La santidad está en hacer una vida teniendo siempre ante los ojos el destino a que el Señor nos convoca.
La santidad está, en definitiva, en vivir la vida de la Gracia que Dios nos comunicó.


Todo ello en un intento absolutamente inaccesible, un propósito irrealizable, un bello imposible para el hombre meramente hombre. No hay alas humanas para volar tan alto.
Sin el auxilio de Dios, nos hallamos imposibilitados no ya de realizar tamaña empresa, mas también de ambicionarla. Nos lo decía Jesucristo: “Sin Mí, nada podéis hacer”.
Es preciso que Dios nos sea no sólo Caudillo para marcar –estrella de Magos, los primeros peregrinos de la gentilidad que se hacen romeros por Cristo- los senderos, sino también Cirineo y alma de ese caminar de santidad.
Es preciso estar cimentados, edificados sobre Cristo, el Hombre Santo por antonomasia, el único que nos puede entroncar en la vida de Dios.
Es preciso estar actualizados, vitalizados por Cristo, para que con ese subsidio de vida divina podamos tender hacia la divinidad.
Es preciso estar incorporados -formando parte del Cuerpo Místico de Cristo- parra que, como miembros por los cuales discurre la vida del Mediador, podamos peregrinar rumbo a la gloria del Padre.
Es preciso recibir su savia para que los pámpanos y los sarmientos tengan la vida de la vid central.
Y ese cimiento, esa vitalidad, esta incorporación, esta savia, este germen de divinidad nos lo da la Gracia.
Ningún derecho, ni exigencia, ni título, ni mérito podemos presentar para que se nos otorgue. Sobrepasa y trasciende todas las fuerzas y todos los esfuerzos humanos. Dios la da porque quiere.
Y sólo cuando Él la da, “soy lo que soy” diría San Pablo. Sólo con la gracia soy peregrino de santidad.


¿Qué es pues la Gracia? La Gracia es un don sobrenatural, permanente, que en virtud de los méritos de Jesucristo, infunde Dios y por el que Dios se infunde en el alma, para la salvación eterna del hombre.
Es un don, un regalo, una merced debida sólo a la liberalidad del Señor. ¡Qué mal tratamos su obsequio!
Es sobrenatural. No atañe a la naturaleza del hombre; la realza, la sublima, la endiosa. Al “superhombre” sólo lo ha conseguido el cristianismo; sólo lo es el hombre en contacto con Dios.
Es permanente. La Gracia tiene, por sí, virtud y eficacia eternas.
Sólo la libertad del hombre descentrada puede limitar el tiempo de permanencia. ¡No echemos por la borda tanto don!
El Señor da la Gracia porque nos la mereció Cristo. Fue necesaria su muerte. Para crear el orbe, le bastó a Dios una palabra. Para redimirlo y ganarle la Gracia, fue precios la muerte de un hombre-dios. ¡Somos hijos de la sangre de Cristo!, ¡no hueles las salpicaduras de su sangre sobre tu alma!
Con la Gracia se infunde Dios. Somos no sólo portavoces sino portadores de Dios. Trabaja, estudia, habla, actúa Dios en nosotros cuando vivimos en su gracia. ¡Qué huésped, Señor! Y con ello, quiere Dios lograr la salvación del hombre. Sólo así puede lograrla. Al vivir el hombre de su gracia, no es Dios quien se beneficia y acrece. Al infinito le sobra todo. Soy yo –polvo y ceniza- quien por ella puedo escalar un solio.
La Gracia, por tanto, es el don más grande que hombre pudiera ambicionar. ¡Así,… así se puede y debe ser santo! ¡Lo seré!


Mirad sucintamente los efectos que obra en el alma.
La justicia. Debíamos nacer en ella. Adán la despilfarró con su pecado. Y desde entonces, somos deudores, injustos ante Dios, pues vamos desposeídos de aquella vida, de aquel don que debíamos tener, que Él quería y exigía que tuviéramos, de aquello que Él –no nosotros- tenía derecho a que tengamos.
La Gracia nos hace hijos adoptivos de Dios. Sólo un hijo natural tiene el Altísimo; el Verbo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, Jesucristo. Nosotros, por la Gracia, somos hijos adoptivos. Se llama así al que, no siendo engendrado por aquel de quien es hijo adoptivo, es recibido como hijo con derecho a sus apellidos, a su hogar, a su herencia. Podemos llevar -¡todos!- escudo y corona heráldico; ¡pertenecemos a la familia de Dios!
Pero no tenemos un título sólo, sino una realidad. Nos llamamos -¡Y somos!- hijos de Dios; no tenemos sólo derechos, tenemos una participación –oídlo bien y repetidlo- de la misma naturaleza, del ser, de la vida de Dios. ¡Es para aturdir!; yo -¡yo!- con algo ¡de Dios!, en mí.
Y porque Dios habita en mí soy su templo, pues así se llama la morada donde reposa Dios. Soy su templo, no de piedra, sino de carne; soy la peana, el copón, la Custodia que lleva encastillado al Señor. ¿Será posible? Preguntas tú. Y yo te pregunto a mi vez: ¿Y no será en realidad por tu culpa?
En fin; la Gracia nos da derecho a la Gloria. Si somos hijos, a fuer de tales, somos herederos de Dios. La cosa es lógica.
Somos príncipes con trono, que ni los salteadores ni los tiempos nos pueden arrebatar. ¡Hacia el trono vamos! ¿Por qué no despreciar los andrajos y las cuevas?
Peregrinos, si, peregrinos de esa mañana de luz. Peregrinos de ese Dios que soñaba en mí siglos eternos. Peregrinos de santidad. ¡A Santiago! ¡A Dios!
Ya no más dilaciones. Voy, Señor, voy. “Daume el bácul de romiatge. Cor que bategues, avant”

Sebastián Gayá Riera
Enero 1946