Etapa III:Fuente en el desierto

Y vamos a proseguir, con la inteligencia y la fe, la romería por los caminos de la Gracia.

Jesucristo nos la mereció, decíamos, con su redención. Brotó de la cumbre del Gólgota. Y la dejó en el seno de esa Sociedad de la Vida que llamamos la Santa Iglesia Católica. Ella es la dispensadora de los misterios de la Vida.

Y esa Iglesia –depositaria de la Vida, con mayúsculas, de la Gracia- la distribuye sobre las almas a través de una red de canales y acueductos y fuentes, que arrancando del Calvario, donde el Autor de la Vida se hizo padre de los hombres, desparraman esa agua vital sobre todas las parcelas de las almas.

¿Cuáles son esas fuentes de la vida?, preguntas. Son los Sacramentos, instrumentos de la omnipotencia y del Amor de Dios, transmisores de cataratas que, desprendidas del corazón de Cristo, nos inyectan una participación de su divinidad.

Sin esas fuentes de vida, no podríamos siquiera emprender la peregrinación hacia Dios. Y pues Dios la quiere, por eso procura abastarnos de cuanto en el camino podamos menester. Cuando todo parezca un erial en el sendero, sin sol, sin flores, sin aguas; cuando desalentados ante la cuesta empinada hacia las cumbres, queramos sestear sobre el arenal… Dios abre sus fuentes; el hombre abre su alma; y así reconfortado, como el Profeta en el desierto, con el agua y el pan de la Gracia, siente que se rejuvenece el espíritu, que es más lúcido que el sol; que es más ligera la carga y la cima más asequible.

Los Sacramentos son las fuentes de la Gracia.

Y ya lo sabes. Los Sacramentos son signos sensibles, materiales, externos, instituidos por el Señor para significar y comunicar el raudal de la Gracia al alma.

Parece que tocan sólo la corteza del cuerpo, la envoltura del alma; y, sin embargo, penetran hasta lo más recóndito del espíritu.

Oye a San Juan Crisóstomo: “Si fueras incorpóreo, los dones que Dios te hace, lo serían también; pero como tu alma está unida a un cuerpo, Dios ha querido presentarte por medio de dones sensibles lo que no puede ser captado sino por la inteligencia”. Es decir: a Dios ninguna falta le hace un elemento sensible para dar sus misterios divinos; pero el hombre, que sólo ve con los ojos y sólo tiene seguridad de aquello que impresiona sus sentidos, tenía necesidad de una íntima convicción, de una prueba externa, de un argumento irrebatible que le revelara la llegada de esa Gracia invisible y sobrenatural que impregna su alma.

A Dios garantiza con ese elemento material del Sacramento la operación y transformación divina que en el espíritu se realiza.

Es la rúbrica que el dedo de Dios traza sobre nuestra carne, reflejo del misterio que se elabora en el corazón.

De ellos, los hay que sólo pueden recibirse cuando el alma está ya en Gracia. Son los Sacramentos de vivos: aquel por el que se nos da fortaleza y reciedumbre ante los enemigos que puedan asediar y avasallar el alma; aquel por el que el Señor, clausurado tras los celajes eucarísticos, invade el alma para identificarse con ella; aquel que, en el término de nuestra peregrinación, nos asegura que se han borrado los últimos vestigios de nuestra vida delincuente; aquel por el que se nos dan Padres de almas, Ministros del Señor, o aquel por el que se os constituye padres de hombres llamados a ser hijos de Dios.

Hay dos, en cambio, –Sacramentos de muertos- que suponen un alma manchada: el Bautismo que es principio y raíz de nuestra regeneración y la Penitencia que cicatriza nuestras llagas, lava los polvos y los lodos que, en el camino de la vida, se nos han pegado, y nos restituye la Gracia perdida.

Estos dan la Gracia primera; aquellos aumentan y abrillantan y aquilatan la que teníamos ya. Todos nos confieren, junto con esa Gracia, la gracia que llamamos sacramental, que no es sino como un cheque, un anticipo, un adelanto de cuantas gracias, dones y refuerzos necesitaremos para llegar, divinizados, hasta el fin de la meta.

Y tres de ellos – el Bautismo, la Confirmación y el Orden- nos sellan, nos caracterizan, nos consagran a Dios, con ese sello intransferible e imborrable del carácter, como miembros, como soldados o como ministros de la Iglesia.

Pero el más sublime, el que es centro hacia donde todos los demás convergen y desde el que todos toman su efectividad, es el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. “Es el pan de los ángeles, cantaba Santo Tomás, hecho manjar de los peregrinos”.

Cuando el romero tras largas jornadas, siéntese acuciado por la voz del desaliento, que le brinda posadas y mesones donde pernoctar e invernar, el pan de su escarcela repara las fuerzas perdidas. Cuando se siente postrado y débil –blanco propicio de la enfermedad que enerva sus energías- el pan le sostiene, le reanima, le reconforta. Y llenándole de vida, desbordándole de vida, retozándole de vida, el pan le da aquel vigor de espíritu, aquella madurez y sensatez de juicio, aquella docilidad y agilidad para seguir hacia la cumbre cimera del ideal, que, cantaba el salmista, vuelve al peregrino “gigas ad currendam viam”, en un auténtico deportista de santidad, en un atleta y alpinista para quien los cerros de allanan y se solidifican los mares que pudieran ser óbice y tropiezo y escollo.

¡Eso… lo obra en el alma el Cristo que en la Eucaristía se ofrece para socio y compañero, para huésped de las almas peregrinantes, para Cicerone y Cireneo de cuantos subimos en romería hacia la santidad…!

¡Ni un día sin ese pan, peregrinos!

¡Peregrinos de Cristo: ni un día sin Cristo!

¡Romeros del desierto de la vida, bebed de las fuentes de peregrinación!

Sebastián Gayá Riera
Febrero 1946