Etapa V:Los “baches” del camino


No creo falte en nuestras filas de probables peregrinos quien tenga de la Gracia –semilla de santidad, meta de nuestra romería- un concepto beatíficamente “peregrino”.
Al ver desfilar ante nuestros ojos, la historia de las almas de los santos, hayamos tal vez, llegado a deducir que el santo es un ser que ha nacido –él sólo- para ser santo, con un pasaporte de milagros, con una lista de prerrogativas tales que las espinas para él son rosas y que los peligros no existen para él, pues algún angelito cuida de rellenar los precipicios y allanar los desfiladeros. ¡Falso! ¡Falso!
Los santos tienen un corazón con todas sus venas y arterias; tienen su carne como toda carne; y dentro de años, sobre los altares, llevarán corbata de abogado o zamarra de ferroviarios, como antes ya llevaban, con San Isidro, una esteva para el arado, o con San Pablo, las manos hechas a su oficio de curtidor.
Y es que la Gracia, que podemos pedir por la oración –cayado del peregrino- y podemos obtener por los sacramentos –las fuentes de agua en la ruta- no aniquila ni desfigura al que la posee y la vive.
La Gracia es un don sobrenatural. Fijaos bien; sobre-natural. Y a la manera que el jarro de flores necesita una mesa, una arquilla, un soporte sobre el cual descanse, a la manera que la cúpula del templo ha menester los arbotantes y las arcadas y la columnas sobre las que se apoye, así lo sobrenatural necesita el soporte de lo natural, pues de los contrario sería no sobre sino anti-natural.
De ahí que la Gracia –con mayúscula- no nos despoje de la gracia; Dios no destruye al hombre; lo realza, lo sublima, lo sobrenaturaliza, lo endiosa.
No hay por qué temer por nuestros talentos, por nuestras aptitudes, por nuestras sonrisas, por nuestros cantos y nuestra juventud. El aletazo de la Gracia no es un viento que viene a barrer todo eso que hay de bueno, para dejarlo semi-tronchado en el camino, con el cuello retorcido como un tronco abatido, con los ojos en blanco y las manos en cruz.
La Gracia no destruye la naturaleza.


Sin embargo, esa Gracia, sino n os deforma, nos transforma. El apóstol Pablo – el gran doctor de la Gracia- nos decía que es preciso morir al hombre viejo. No al hombre simplemente hombre. Sino al hombre viejo; es decir, al hombre hijo del viejo Adán, al hombre concebido en pecado, inclinado al pecado, goloso del pecado; al hombre concupiscente y pasional; al hombre cuya norma es el capricho, cuya meta es el placer; al hombre sin vuelo, sin espíritu, sin cumbres, sin alas. Ése es el hombre que la Gracia quiere sepultar y aniquilar.
Y sobre estas ruinas hay que hacer brotar -el hombre nuevo-, el hombre regenerado por Cristo, el Padre de la humanidad nueva; el hombre injertado, plantado, edificado sobre Cristo; el hombre que piense a lo Cristo y obre a lo Cristo; el hombre concertado, afinado, sintonizado con Cristo; el hombre-Cristo, ya que la Gracia nos da la vida que fluye de la muerte de Cristo el Redentor.
En una palabra; hay que dejar esos cristales ahumados de pasión que los hombres tenemos, para mirarlo y enjuiciarlo y estimarlo todo con la lente de Cristo, que reside en el Santiago de la santidad.


Deducid, de ello, la antítesis de la Gracia: El pecado.
El pecado es el bache que nos deja en el camino sin posibilidades de proseguir la ruta de la romería.
El pecado es el salteador que irrumpe en el sendero y nos despoja de nuestra escarcela, de nuestro cayado, de nuestro afán; nos deja desvalijados, extenuados, muertos.
Mientras no nos libremos de tal salteador, no podemos seguir la peregrinación. Es inútil que ostentemos ese distintivo que nos hace romeros. Son inútiles nuestros nombres en la comitiva de los peregrinos. No lo somos; somos, a lo más, turistas errantes. Nos hemos enamorado de las flores del sendero; y con el amor a lo efímero, hemos perdido el paso para lo Eterno.
Cuantos sacrificios hayamos hecho, han quedado invalidados; hasta tanto que la Gracia nos los revalide, carecen en absoluto de valor.
Todas las batallas libradas para mantenernos impávidos frente al mal, cuantos actos de oración y caridad hayamos ido sembrando, se han mustiado; todo ha perecido.
Y mientras… aquel esfuerzo por seguir aparentando, aquella abnegación, aquella limosna, aquella lección… todo, todo es en balde. Hemos perdido el Norte, hemos dejado la peregrinación.
Señor, dales a tus peregrinos esa ciencia de aquilatar lo que el pecado supone. Señor; no dejes que uno solo de los peregrinos que me lean, no sea peregrino de verdad.


Pero con todo lo que no tenga ribetes de pecado, es compatible la Gracia. Mejor diré; la Gracia, quiere, supone, exige y da todo lo que es incompatible con el pecado.
La Gracia quiere gracia, juventud, canto, optimismo.
La Gracia es la fuente del auténtico optimismo. Porque el optimismo, como la fuente, brota cuando tiene sus entrañas, sus facultades, sus potencias llenas del licor del agua cristalina. Sólo hay optimismo cuando el corazón se siente no hastiado, sino saciado… Y sólo se siente saciado, cuando las potencias del alma, están en posesión de aquello que las pueda quietar. Y sólo Dios, el Bien Supremo, puede aquietarlas. El optimismo cristiano –el del peregrino- es el único optimismo que se puede auténticamente llamar así.
La tristeza es dama en perpetuo exilio del alma del peregrino. ¿No sabéis que es de San Francisco de Sales aquella frase: “Un santo triste es un triste santo”? Y de –santa Teresa de Jesús, esta otra: “¡Dios me libre de santos encapotados!”
Los tristes son seres enfermos que repelen. ¡Hay que tener gracia para derramar la Gracia de Dios!
Somos la juventud que peregrina; la auténtica juventud; la del optimismo, la del “ultreya”; los infatigables; los juglares que vamos a Santiago con el canto en los labios y en el alma la Gracia de Dios.
¡Paso a la juventud! ¡Bate alas, corazón!

Sebastián Gayá Riera
Abril 1946