El que quiera venir (I)

querer venir vida cristiana

«Después Jesús dijo a toda la gente: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y sígame”». (Lc 9, 26)

El gran pregón de reclutamiento, como un programa electoral, como un manifiesto para la convocatoria…:

“El que quiera venir en pos de Mí,
que se renuncie a sí mismo,
que tome su cruz de cada día y
que Me siga”.

Podríamos distinguir cuatro puntos1 o elementos
1. El respeto de Dios a la libertad del hombre: si alguno quiere…
2. La renuncia, primer paso del hombre por Dios: “niéguese a sí mismo”
3. La aceptación de la cruz, segundo paso: “tome su cruz de cada día”
4. El seguimiento, tercer paso, como confianza y seguridad: “sígame”.

El respeto de Dios a la libertad del hombre: si alguno quiere…

Es un acto de delicadeza, de gentileza de Dios el haber creado libre al hombre.
Teóricamente cabía que le hubiera creado sin libertad, como el sol, la luna y las estrellas, como los montes, los mares o los aires, como el árbol, el bosque o la flor como los reptiles, los cetáceos o las alondras: no tienen libertad.
A lo más, pueden aspirar a dejarse llevar por sus instintos. La ley de la física o la ley del instinto explican sus movimientos: Se puede saber el camino de un cometa o la hora del eclipse del año 2000: no se separan de sus órbitas y de sus ritmos.
También puedo saber que mayo nos dará sus rosas y octubre nos dará racimos. En cambio, no puedo saber si tomarás a la derecha o te quedarás quieto: eres libre para mover tus piernas o mantenerlas en reposo; eres libre para pensar, para aceptar, para querer, para amar, para vivir.
Dios ha empeñado de tal manera su palabra, que dejará que se abra un infierno antes que privar al hombre de su libertad.
El rey de la creación -el hombre es el ser creado para no estar sujeto, sino para dominar la tierra y someterla, para someter al cosmos en la historia-, debía tener libertad de movimientos, de criterios, de iniciativas y de decisión, ya que había recibido las riendas del mundo.
Dios no quiere un pueblo de esclavos sino una familia de hijos.
Desde lo alto de estas premisas, Jesús hace su pregón: “El que quiera venir…”

no hay una obligación, sino una invitación;
no hay una coacción sino una propuesta,
no hay una imposición, sino una exposición.

Exposición simpática, sonriente, impulsiva pero siempre dentro del respeto a mi libertad.
Puedes irte y regresar; puedes ir y no volver; puedes no ir y quedarte: la libertad es abanico abierto a posibilidades infinitas.
Sí no quieres subir y escalar,
si no quieres correr y fatigarte,
si no quieres quedarte aburrida y aburrado,
si quieres salir a tu aire y por peteneras, en tus intransigencias,
si quieres revolverte en el barro
si quieres descalabrarte en el mar de la corrupción, de la zafiedad, del cinismo… ¡puedes! Tú tocarás las consecuencias a las cortas o a las largas (más bien cada día y a todas horas); pero puedes.
Si quieres venir Conmigo; si quieres, ah si quieres…
Si quieres… Y ahí ves los ojos llenos de luz de un Cristo que te mira, que me mira, que me sigue mirando, mirando con la ilusión con que sólo puede mirar quien ha hecho almoneda, subasta de su divinidad, y te ha ofrecido y te ha entregado libremente -libremente- su vida… ¡Si quieres! ¿Quién le dice que no? ¿Te atreves? Es un cadáver. Dio su vida. ¡A ese cadáver lo reconozco yo! Por mí; por mí es cadáver el Cristo Crucificado. Mirarle y verás si puedes decir que no, cuando te dice: “Si quieres…”

La renuncia, primer paso del hombre por Dios: “niéguese a sí mismo”

Si quieres venir Conmigo; si quieres, ah si quieres…
Ahora bien, en el caso de que yo quiera, ¿cuáles son tus exigencias, Señor? ¿A qué me obligo? ¿Qué deberé hacer?
La respuesta es clara, diáfana, rotunda: venir conmigo -dice- supone tres pasos: renunciarse, tomar la cruz y seguirme.
Dejadme reposar un poco en cada paso, en cada exigencia: renunciar a sí mismo.
Renunciar es negarme; negarme es anularme; anularme es sobreponerme; sobreponerme es cambiar, empezar a ser otra cosa, porque debo dejar de ser lo que soy. Si sigo siendo quien era, no he renunciado a mí.
Desde estos supuestos, se entiende aquella fascinante concepción de San Pablo sobre el hombre viejo y el hombre nuevo, que arranca de aquella entrevista nocturna de Jesús con Nicodemo: el que no renace -y renacer supone morir y volver a nacer-, no pueda entrar en el Reino.
Ir con Él supone morir al hombre viejo -al hombre que era- con sus instintos, sus inclinaciones, sus concupiscencias, sus perversidades. Nacemos malvados, un niño es un criminal en ciernes, diría S. Agustín. Mi madre me concibió en pecado, cantaría el salmista. De siempre llevamos en la sangre el triste patrimonio del pecado original. Está dañado todo el tronco, la raíz misma del árbol de la humanidad. En mí cabe toda posibilidad de mal: la envidia, la ira, la soberbia, la sensualidad, la crueldad, el egoísmo, la pereza. Nada malo es ajeno a mí, diría el poeta: y esto es el hombre viejo, asediado por el mundo, el demonio y la carne.
Renunciar a mí mismo es morir a ese hombre viejo, y tener el valor de renacer como una verídica Ave Fénix, y sobre las cenizas del hombre viejo, el hombre del Evangelio, el hombre y la mujer cristianos, muy hombres ellos y muy mujeres ellas, pero ellos y ellas construyendo al hombre y a la mujer de las Bienaventuranzas, con criterios e ideas de Evangelio, con posturas y comportamientos de Evangelio, con iniciativa y reacciones evangélicas: hombres nuevos para un mundo nuevo, para una nueva evangelización, tal como de siempre lo soñó el Padre que está en los cielos.
Sabiendo renunciar a la ganancia fácil y al estallido iracundo y al placer ilícito. Sabiendo llevar las riendas de la vida y frenar el potro indómito de los instintos.
El hombre nuevo lo enfrenta todo y se enfrenta a todo con luz de Dios. (El caso de Cristóbal Almendro y las alas del Espíritu Santo). ¿A quién se le ocurre buscar así el color de las alas del Espíritu Santo? A un hombre nuevo hecho de Evangelio.

Majadahonda; 18 de enero de 1992
Convivencia de la Escuela de San Pablo