Sacerdote

El cielo y la tierra, Dios y los hombres se encuentran y se abrazan en ese hombre divinizado, en ese ser -el sacerdote- que siendo hombre lleva el sello y los poderes de Dios. Cuanto dice de relación entre Dios y los hombres, pasa por las manos de esos embajadores de Dios, representante de los hombres, que es el sacerdote. Tiene algo de hombre: su naturaleza humana; tiene algo de Dios: su vocación divina y su consagración sacerdotal. Porque Dios debe haberle elegido; nadie puede alzarse embajador si no tiene una embajada; y para esa embajada, para ese mensaje sólo puede llamarle quien tiene un mensaje para enviar. Y como para esa embajada deben dársele poderes plenos, sólo el que tiene ese poder puede delegarlo. Por eso el sacerdote «vocatur a Deo», debe ser destinado por Dios a ese ministerio divino entre los hombres, y de Dios recibe las credenciales que le acreditan como embajador de Dios. No puede el hombre apropiarse ese honor; no puede escoger él esa función divina y divinizadora; sólo Dios puede confiársela. Desde la eternidad el sacerdote lleva sobre su frente la llamada de predilección, por la que le segrega de entre los hombres, aunque vive entre ellos, le eleva sobre todos los hombres y le constituye punto medio de enlace de unión, entre los hombres y Dios.

Tal es la naturaleza del sacerdote.

El primer Sacerdote, el Supremo y Eterno Sacerdote, el Sacerdote por antonomasia, de cuyo sacerdocio son sólo partícipes todos los sacerdotes, es Jesucristo, el gran Embajador de Dios. Y mirad cómo tiene que tomar una naturaleza humana: si fuera sólo Dios, no podría ser su sacerdote porque el sacerdote es mediador y Dios no puede ser mediador porque no es medio es uno de los extremos de la mediación. Y el Verbo se hace hombre, con su carne sometida al hambre y al cansancio, con su alma punzada de amarguras y dolores, con unos labios que rezan y unos ojos que lloran y un corazón que sufre. Y se hace hombre para ser sacerdote porque el fin de la encarnación del Hijo de Dios es la redención de la humanidad, y la redención debe lograrse por la gran función sacerdotal del sacrificio de la Cruz.

Y Jesucristo es llamado y consagrado sacerdote por Dios. En las honduras de la eternidad oyó el Hijo de Dios la llamada del Padre, que él acepta humildemente; mitte me; mándame; y queda ungido sacerdote en el momento augusto en que la naturaleza humana de Cristo, unida a su naturaleza divina, empieza a ser elaborada en las entrañas milagrosamente fecundas de la Virgen Madre de Jesucristo Sacerdote. Y desde entonces toda su vida es vida sacerdotal; todos sus actos sacerdotales, porque todos ellos son actos de embajador de Dios entre los hombres, son actos de mediación entre los hombres y Dios. Todos los momentos de su vida se entrega a Dios y se entrega a los hombres; mejor dicho, es entrega a los hombres y es entrega a Dios por los hombres.

Si llora en Belén la pobreza de aquel establo en que nace, es ya sacerdote que ofrece al Padre la ofrenda de su dolor, y a los hombres el ejemplo de su pobreza. Si se encallecen sus manos en el taller de Nazaret, es ya sacerdote que ofrenda al mundo la lección de su trabajo hecho oración, de su oración hecha trabajo. Si a las orillas del lago o sobre las laderas del monte, va sembrando la verdad de su doctrina, si junto al pozo llama a la mujer, si en Cafarnaúm perdona al paralítico, si en el Cenáculo nos brinda su cuerpo hecho alimento, si, sobre todo, sube al Calvario para la gran ofrenda de su ser al Padre, en el sacrificio de la Cruz es sacerdote que va acercando a Dios las almas de los hombres hermanos. Y como su función sacerdotal es, por ser suya, de valor infinito, Jesucristo es el gran Sacerdote, el Supremo y Eterno Sacerdote, sobre el cual habrán de copiar su vida y su misión cuantos sean llamados por Dios al sacerdocio. Desde entonces todo sacerdote será otro Cristo.

El mismo Señor les decía así a los Apóstoles primeros que proseguirían en el mundo su ministerio sacerdotal: como a Mí me envió mi Padre, así yo os envío. Como me envió mi Padre; con la misma función y el mismo cargo y el mismo ser sacerdotal; como me envió mi Padre, con los mismos poderes y prerrogativas; como me envió mi Padre, con el mismo espíritu y el mismo ideal y la misma suerte, como me envió mi Padre, con mi propia dignidad y mi propia personalidad, así os envío Yo para que seáis Yo mismo pasando al borde de las almas por todas las encrucijadas de la Historia. Haced esto en memoria mía; ofreced mi propio sacrificio en el sacrificio de vuestra Misa, como si fuerais Yo; id, como yo he ido, predicando al mundo la santa verdad que salva; perdonad a las almas, como yo las perdonara; acercaos a las conciencias como Yo para consolar sus fatigas y asomarlas a Dios; recoged, como Yo, a todo el que sufre y a todo el que duda; bautizadlos a todos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; todo lo que absolveréis, será absuelto; apacentad mis almas; yo estaré con vosotros; yo seré en vosotros; yo soy vosotros hasta la consumación de los siglos.

Y apoyado en la verdad y en el poder de aquellas palabras y aquellas promesas de Cristo, el sacerdote, ese hombre que tiene carne de hombre y funciones divinas, va, como Cristo, por la tierra. Vive en la tierra; pero el suelo le sirve más de sostén en que apoyarse que de morada para vivir. Todo él trasciende a Cristo. Toda su personalidad proyecta sombras divinas. Lleva el sello del más allá. Se mueve en la esfera de lo sobrenatural; refleja los rasgos de Cristo; lleva su misma embajada; es Cristo quien bautiza cuando él bautiza; es Cristo quien bendice cuando él bendice; es Cristo quien predica cuando él enseña; y es Cristo quien repite su sacrificio, capaz de la redención de mil mundos, cuando él sobre el altar ofrece el augusto sacrificio. Es el Cristo que transita por el mundo, místicamente reencarnado en la persona del sacerdote, operario de las mieses de Cristo, maestro de las almas de Cristo, pastor de las ovejas de Cristo, mensajero de las verdades de Cristo, un Cristo humanado que elegido por Dios pasa junto a nosotros a través de la historia.

Tal es la función del sacerdote de Cristo.

Extracto de la predicación de Sebastián Gaya

«Misa Nueva» de un sacerdote recién ordenado

Ermita de San Salvador (Felanitx – Mallorca)

31 de julio de 1952