La entrega

entrega vida cristiana

Toda mi vida debe ser una nota de generosidad y un acto de entrega.

Pero esa ilusión exige una entrega, porque la fe no puede ser muerta. La fe debe ser vivida. La fe debe ser coherente y vital. La fe debe inundar todas las cavidades del hombre, todas sus facultades. La fe debe ser luz de ilusión para su inteligencia, pero debe ser turbina de su voluntad.
Y ahí tenemos la entrega. A un Dios providente que se entrega generosamente para ser mi vida, para levantar mi vida, para divinizar mi vida; a un Dios que se anonada y toma la forma de siervo (S. Pablo), y toma una naturaleza de hombre, para que el hombre sea hijo de Dios; a un Dios que se entrega al hombre, corresponde un hombre que se entrega a Dios. Nobleza obliga.

Si tengo fe, fe que baja a todos los recovecos de mi persona y de mi circunstancia, la entrega a Dios es un postulado, un imperativo categórico de mi fe.

Porque, de lo contrario, mi ilusión -mi optimismo, mi enamorar- sería mera ilusión, mero engaño, mera mentira. Si Dios merece ser la ilusión suprema de toda mi vida, toda mi vida habrá de estar en función de Dios. Mi vida no es mía; no me pertenece. Mi vida ha sido sellada por Él y en Él. Toda mi vida debe llevar ese molde, ese sello, ese carácter que la define, que la determina, que la caracteriza.
Él cuida de todo lo mío; Él cuida todos mis momentos, todas mis cosas; luego todas mis cosas y mis momentos y mi vida habrán de ser respuesta generosa a esa Providencia que me ha hecho lo más grande, lo más sublime que pueda pensar un simple mortal: hijo de Dios, hermano de Cristo, templo del Espíritu Santo.
No hay un instante en que el hijo deje de ser hijo; no hay un momento que pueda independizarme de la dulce paternidad de Dios. Toda mi vida debe ser una nota de generosidad y un acto de entrega.

Majadahonda, 5 noviembre 1967
Convivencia Cursillistas